Thursday, March 26, 2009

Simbiosis

A sabiendas de que ésa era su perdición, lo hizo. "Cualquier día es bueno para morir", expetó. Mientras caminaba en suntuosa soledad por las calles sedientas de acontecimientos que nunca llegarían a producirse, una bruma opaca como aguas revueltas, lo cubría todo..
Iba a por su derrota. Iba tras su desafío. No cabía la Esperanza. Ya no saldría más el sol y la brisa jamás acariciaría sus aladares.
El oráculo había sido descifrado. Esperar más, era sólo el comienzo de una inmensa amargura. Tomó su morral, se llenó de un valor a prueba de cualquier temor y lanzó una estentórea carcajada. En su fuero interno, algo le susurraba que estaba atravesando esos paisajes desérticos y abandonados de su propio espíritu.
A pesar de su aparente decisión, en la que semejaba tener todos los convencimientos posibles, una cruenta batalla se libraba en su corazón. Hubiese deseado -ahora lo comprendía- no haber nacido para no tener que resolver esta disyuntiva. Sentíase como quien está al borde de un precipicio, bamboleado por ráfagas de viento que, de un momento a otro, le pueden empujar hacia un lado o hacia otro. Tan pronto se sentía capaz de acometer las más grandes empresas, sin un solo asomo de duda, como era arrasado por la aplastante sensación de que representaba un papel ridículo en una tragicomedia llamada vida.
Y así, sumergido en tempestades y huracanes... sintiéndose un millón de veces exhausto y otras tantas, el ser más poderoso del universo, comprendió por fin. Por vez primera, le había sido revelada la verdad, la única verdad. Y era triste... cáusticamente triste. Se vio a sí mismo... en otros paisajes... con otras personas. Eran muchos y muy variados tanto los unos como las otras. Eran representaciones de músicas y canciones, de conversaciones y francachelas... Eran aparentemente cuadros y acuarelas tintados de alegría y fulgor, de felicidad y entusiasmo. Se contempló también con hermosas mujeres que le juraban amor eterno entre sonrisas de éxtasis y frenesí...
Sin embargo, entre tanta luz y color, entre tanto bailar y cantar hasta la eternidad, una nota... una sola nota, rompía ese equilibrio de felicidad: su expresión. Y es que se veía un ser con un semblante más allá de todo lo material, ajeno a lo inmediato... con una mueca de resignación, de serena aceptación... Pero sobre todo, lo que más impactaba, eran sus ojos: unos ojos marrones, cuya luz estaba a punto de apagarse. Unos ojos que habían abandonado la lucha, que mostraban la derrota y desolación como únicas posibilidades... unos ojos entornados deseosos de apagarse para siempre.
Devuelto a la realidad, a ese tiempo presente o a lo mejor, inexistente, miró a su alrededor. Un cielo precioso a punto de convertirse en mágico por los tiznes del ocaso, acabó de abrazarle. En su mano derecha, un puñal proyectaba el resplandor que sentía sanador. Un resplandor, que anunciaba la inminente simbiosis entre su abandono y la Eternidad...

Gastado

Cansado, estaba realmente cansado. Había sido un duro y largo día. Se había levantado temprano, como casi siempre. Una ducha rápida, un desayudo aún más rápido y al taller... ese taller que un día, hace ya muchos años había heredado de su padre, en realidad, de sus antepasados. Un taller de carpintería.

Un día más, entre sus maderas... entre esos benditos aromas de pasado, de soledad, mezclados con los del barniz, las astillas o incluso los de la recién estrenada primavera. Un día de mucho esfuerzo, pues había tenido que acabar un pedido urgente -un juego de mesa y sillas con relieves en forma de figuras bíblicas-, para un cliente importante, en realidad, el único que tenía.

Pero, a pesar del largo día, había disfrutado. Realmente amaba su trabajo, porque como el niño con un juguete nuevo, había estado modelando, esculpiendo, tallando, con absoluto embelesamiento. Era todo un ritual... sus piezas tomando forma, lenta pero implacablemente... poco a poco, de la nada surgía magia, curvas, a través de contornos, de finas líneas, de trazos ingeniosos... y al fin, esa satisfacción de quien ama lo que hace: la satisfacción del trabajo bien hecho.

¡Qué extraña es la vida!, pensó una vez la suave tempestad del deber había dejado paso a la quietud posterior al deber cumplido. "Toda una vida entre estas cuatro paredes", siete palabras en forma de pensamiento que sin saberlo, quedarían para siempre adheridas a su alma. Después, en medio de una mirada perdida, con una inenarrable tristeza, susurró: "Sí, toda una vida..."

Y abrió los ojos. Se había quedado dormido. En su viejo sillón, lleno de polvo y de historias... de las huellas de otros que un día estuvieron ahí, para solicitarle algún trabajo, para hacerle alguna pregunta o quizá para estar unos momentos con él. Ese viejo sillón cubierto por un manto de camaradería y complicidad proveniente de tantos años compartiendo seguramente las mismas ilusiones y decepciones. Dicen que las cosas son sólo cosas, pero no es así. Ese sillón lo demostraba. Realmente sentía cariño por él.

Una vez recuperada la plena consciencia, se quitó el mono y enfiló el camino a casa. "Cuatro paredes por otras cuatro". Sin siquiera prender la luz -pues nada había que ver-, llegó a su dormitorio y tal como estaba, se acostó. Pero antes, la necesitaba. Su compañera. Su fiel y amada compañera: puso música, esa música que tanto le gustaba: violines, piano, sentimiento... mucho sentimiento. Con sus caricias, con sus arrumacos, con su leal y desinteresada compañía, llegaba a ese reino desconocido del Sueño. Y entre acordes majestuosos, lograba alcanzarlo. Y no había un solo día que no soñase. De eso estaba seguro. No podía recordar la mayor parte de las ocasiones, pero sabía que había soñado, porque no podía ser de otro modo.

Pero esta vez, no podía dormir. Tantos años arropado por el dulce aliento del Sueño y ese día no sucedió. Su cabeza comenzó a dar vueltas, y todo su espíritu se estremeció como una hoja entre la ventisca. ¿Qué sucedía? ¿Qué estaba ocurriendo? Entonces, estalló en un suspiro y algo se quebró en su interior. Y lo supo, sin saber cómo, pero lo supo. No le cabía ninguna duda. Más allá de las arrugas de su frente, comprendió que su alma se había arrugado, que había llegado a un punto de no retorno. Se sintió gastado, terriblemente gastado, como un viejo juguete siglos atrás arrumbado en un sucio rincón. Y ahora comprendió, comprendió lo que tantas ocasiones había preferido no conocer: a sí mismo.

Y se vio. Y se contempló. Se estudió detenidamente como el arqueólogo que encuentra un nuevo y desconocido hallazgo. Y se vio viejo y cansado. Se descubrió marchito y pasado. Y... tan solo... tan desamparado... tan necesitado... Y quiso llorar, pero las lágrimas no salieron. Y quiso morirse, pero nadie desactivó su respiración. Y quiso conciliar el sueño, para esta vez, no volver a despertar...

Y se contempló por última vez. Y vio cómo por fin dormía, cómo al final, gastado pero sereno, abandonado pero lúcido, antes del definitivo despertar, esbozaba una sonrisa... una dulce sonrisa que anticipaba la llegada a esa región más allá de las nubes, que desde siempre le estuvo esperando.