Sunday, January 30, 2011

Más sobre la ultraderecha. Carlos Dávila. Intereconomia.

Les sigo hablando, domingo sobre domingo, de cómo se las gastan los izquierdistas radicales con todos los que no comulgan, porque no les da la gana, con ellos. Lean: un separatista catalán, muy ciertamente ligado a la Masonería más intransigente, diputado que ha sido durante años en el Parlamento español del que ha cobrado sustanciosa nómina, dietas cada vez que ha viajado representando a nuestras Cortes y una pensión que va a percibir mientras viva, muy por encima de lo recibido por cualquier jubilado del país, se ha distinguido siempre por sus acerbas diatribas, rayanas en la acción judicial, al Partido Popular. Retrato sólo una de ellas: “La supremacía lingüística que promueve el PP es un genocidio cultural”.
Dice esto quien ha patrocinado desde su agónico y residual partido, la Esquerra Republicana de Cataluña, la persecución, multa incluida, de todos aquellos, sobre todo los tenderos del Principado, que se han atrevido a rotular sus negocios en nuestro idioma oficial: el español. Por su lado, el eficaz (denominación clásica) cómico Buenafuente en su programa en La Sexta, cadena de televisión patrocinada y autorizada por Zapatero, se suele mofar con desigual fortuna (él se piensa gracioso pero tiene el sentido del humor residenciado en el tafanario) de la Iglesia católica en general y del papa Benedicto XVI en particular. Tampoco deja siquiera en paz al mismo Dios. Lean esta perla cultivada salida de su enorme ingenio: “Jesucristo dijo: esto me lo ponéis en un edificio muy grande y a tope de oro”. Claro está que, al lado de otra representante de la izquierda cultural del país, la ignominia de Buenafuente se queda corta. Almudena Grandes, penosa escritora y deleznable mujer, escribió así en El País: “¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una patrulla de milicianos jóvenes, armados y –¡mmm!– sudorosos?”. ¿De quién estaba hablando la tal sufragista? Pues nada menos que de una reciente santa, de la madre Maravillas.
Cada vez que para el PSOE se acercan unas elecciones comprometidas, la que siempre se llamó “factoría Rubalcaba” pone en marcha su deleznable maquinaria. Como en 1996 y el celebre asesino dóberman que se inventó el ahora vicepresidente. Aquella vez no le salió del todo mal la treta a Ru-balcaba, por eso nuevamente a la vuelta del verano de 2010 volvió a repetirla, contando, claro está, con dos poderosos grupos mediáticos del oficialismo zapateril: el del hipermillonario de izquierda radical (ahí me paro) Roures y el agónico de Prisa.
Términos como “cornetas del Apocalipsis” o “caverna mediática” han hecho fortuna en este país para agrupar a periodistas que, sencillamente, no piensan como ellos y creen que lo que ha conseguido siete años de Administración socialista es sumir a España en una cuádruple crisis: institucional, territorial, económica y social. A los componentes de la tal “caverna” se nos achacan exactamente los deméritos y las taras que padecen, muy ampliamente, los miembros de esa izquierda radical (ahí me paro) que pretenden permanecer en el país sin que nadie les haga sombra, sin que elemento alguno se atreva a denunciar ese gen destructivo que se encierra en todas y cada una de las células políticas de Zapatero.
Esa política de confrontación, que desde el primer minuto de su llegada a La Moncloa ha manejado Zapatero, naturalmente que ha logrado sus frutos, de tal forma que hoy la sociedad española está aún más dividida que en los últimos años del tardofranquismo.
La intención del que ha sido líder de este socialismo de choque de marginar y, aún más, acosar a cualquier vestigio
de oposición ha conseguido sin embargo una tibia reacción de la propia comunidad nacional. Curiosamente, la tensión o la llamada crispación, como quieran, no alimenta lo mismo las arterias de la capital de España que las de las provincias de lo que todavía es una Nación. En las regiones mesetarias, montañosas, marítimas o periféricas, lo que se percibe es un estado de hibernación sumiso, apabullante, de tal modo que los ciudadanos, según parece, ya han renunciado a que esto tenga remedio, a que se pueda hacer otra cosa que protestar en cenas familiares o en saraos de restaurante.
Esta es la España del “¿cómo es posible esto?”, “¿cómo es posible que se prohíba todo lo que siempre ha sido permitido?” o “¿cómo es posible que el Estado anuncieun modelo de censura informativa en pleno siglo XXI?”. Es esta también la España del “a ver si alguien te está escuchando” o del “hijo mío, no te signifiques”.
La denuncia de todo esto coloca al atrevido inmediatamente en la jaula de la ultraderecha, un gueto que se constituye, como todos, desde fuera, para así mejor apedrear a los internados. Se trata de sacarnos a todos de la pista, empujando cuanto haga falta y ¡ay de ti si te resistes!; si te resistes, entonces es que estás en la lucha fascista, vas contra el orden democrático que ellos establecen y en el cual naturalmente no caben más que los elegidos; ellos. La última imputación es la de derribar las autonomías, el sistema que nació confusamente de la Constitución y que una treintena de años después representa un auténtico problema nacional. Decir algo como esto es síntoma de pertenencia inequívoca al ultraísmo más rancio, es la muestra más patente de que la caverna intenta dinamitar el sistema democrático. Acompañan denuncias como estas a otras tanto o más preocupantes, por ejemplo, la de ser los llamados cornetas, enemigos públicos de la Monarquía, sujetos indeseables que quieren cargársela y no para sustituirla por un modelo republicano, ¡ca!, sencillamente para reinstaurar el totalitarismo.
Este es el discurso de la izquierda radical española, temerosa de que vuelva a ganar alguien que no sea ella y empeñada, en consecuencia, en evitarlo por todos los medios. Su concepto es nítido: se basa en su falaz superioridad moral y en la certeza de que cualquier triunfo de un partido que no les represente adecuadamente es un hurto, es la voladura de su propia democracia, y en consecuencia, hay que impedir “como sea” ese triunfo. Nuestra historia está llena de ejemplos que acreditan este aserto: ¿o hace falta recordar lo que hizo el PSOE de Largo Caballero?, ¿hace falta que los desmemoriados –algunos de derechas tan torpes que creen que a ellos sí que se les va a perdonar– sepan que la izquierda violentó por dos veces el resultado de las elecciones durante la República? Pues sí: hace falta recordarlo. Este es un país en el que la derecha padece un singular complejo: el de legitimidad de origen como los vinos en cartón o el pan prefabricado. Parece que está repetidamente en situación de hacerse disculpar incluso por existir. La peor herencia que dejó Franco a la derecha fue precisamente esta: la de considerarse inferior, intelectual y democráticamente.

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